”No sé cómo nació esta amistad, pero no sabría como vivir sin ella.”
No sé en qué momento exacto comenzamos a ser más que compañeros. Tal vez fue cuando éramos niños y la vida aún cabía en una mochila de colores y una merienda compartida. Recuerdo con claridad aquel día en que mi madre, convencida de que yo podía con más, logró que me pasaran de primer a segundo grado. Me hicieron pruebas de aptitud y las aprobé. Yo era flaco y pequeño, un niño algo tímido, pero con ganas de aprender y crecer.
Ese día, mi primo -un año mayor, fuerte, protector- entró corriendo a mi aula, sonriente y orgulloso, para trasladar mi pupitre a mi nuevo salón. Era como si me entregara, simbólicamente, a una nueva etapa. A una nueva tribu.
Vivíamos en una ciudad pequeña donde todos se conocían. En cuestión de días me integré al grupo. Hicimos una conexión natural, de esas que no se piensan, simplemente se sienten. Fuimos creciendo juntos, descubriendo el mundo entre juegos, tareas, celebraciones escolares, y sobre todo grandes maestras. Doña Nora y la “niña” Mary no fueron solo educadoras: fueron guía, disciplina y afecto. Su influencia sigue viva en nosotros.
El colegio consolidó lo que la escuela había empezado. Nuevos compañeros se sumaron, como piezas que calzaban a la perfección. A esas edades, uno no lo sabe, pero está forjando lazos que desafían el tiempo. Organizábamos paseos, fiestas, reuniones improvisadas. Cada ocasión era una excusa para vernos, para compartirnos. La alegría era sencilla: bastaba estar juntos.
La vida, con su ritmo imparable, nos fue llevando por diferentes caminos, Cada uno eligió su rumbo profesional, sus destinos, sus batallas. Pero algo quedó intacto: el vínculo. Siempre hubo una llamada, una carta, un mensaje, una reunión. Siempre una excusa para volver a encontrarnos. Cuando organizamos las fiestas de generación, no faltan. Llegan treinta o cuarenta, con la misma ilusión de siempre, como si el tiempo se hubiese detenido y todo volviera a empezar.
Y entonces, cuando menos lo esperas, llega la vida real. Esa que golpea. Esa que pone a prueba todo. Hace casi tres años perdí a mi madre. Un cáncer fulminante se la llevó en apenas dos meses. Yo vivía en Mexico, pero regresé a Costa Rica para cuidarla junto a mis hermanos. Esos días fueron de dolor profundo, de despedidas imposibles, de heridas que no sanan del todo. Sentí que una parte de mí se apagaba para siempre.
Pero no estuve solo.
Dos meses después, cuando ya me preparaba para volver a trabajar fuera del país -esta vez en Belice-, recibí otra noticia devastadora: me diagnosticaron cáncer de próstata avanzado. Y, otra vez, la vida me tambaleó. Sin embargo, mi corazón ya estaba endurecido por el duelo reciente, y eso me hizo asumirlo con entereza. No tenía espacio para el miedo. Lo tomé como un nuevo reto, como uno más de los tantos que la vida me había hecho enfrentar.
Y ahí, una vez más, estaban ellos.
Un día nos reunimos en un restaurante. Se sentaron conmigo y, con una naturalidad conmovedora, me dijeron: “Queremos ayudarte a regresar a México para que te tratés. Contá con nosotros”. Se habían organizado. Se habían unido. Me habían tendido la mano. Y yo, que siempre había sido fuerte, me dejé sostener.
Gracias a ese apoyo logré iniciar mi tratamiento en México, donde los pronósticos eran más alentadores. El cáncer se estabilizó y empezó a disminuir. En pocos meses se había reducido notablemente. Hoy sigo en control, pero estoy vivo. Vivo, agradecido y consciente que no todo el mundo tiene la dicha de contar con una red de apoyo así.
Porque la verdadera amistad no se mide por la cantidad de llamadas o las fotos en redes sociales. Se mide por los silencios compartidos. Por la mano que te sostiene sin pedir nada a cambio. Por los recuerdos que nos han tejido desde la infancia y por el amor que no se dice, pero se siente en cada gesto.
No sé cómo describir esta amistad.
No sé cómo nació exactamente.
Solo sé que no podría vivir sin ella.
Son mi familia elegida.
Mi refugio. Mi hogar emocional.
Son parte de mi historia.
Y este texto, escrito entre lágrimas, es mi manera de decirles GRACIAS. Por estar. Por ser.
Por salvarme -una y otra vez- cada día, por cada momento vivido.

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