La perversión del logro: cuando se desconecta del propósito y de la responsabilidad

Reflexiones sobre el éxito, las cimas alcanzadas y las huellas que dejamos en el camino

Hace poco leí un artículo sobre todo lo que los alpinistas van dejando abandonado en el Campo Base del Monte Everest. Lo que nació como un punto de apoyo técnico, transitorio y funcional se ha transformado con el tiempo en una suerte de asentamiento precario: desordenado, sucio, saturado de tiendas olvidadas y carente de toda lógica de planificación o responsabilidad colectiva.

La montaña, símbolo máximo del esfuerzo humano y de la superación personal, convive hoy con una paradoja incómoda: cuanto más se la conquista, más se la degrada.

Este fenómeno no se explica únicamente por la masificación del alpinismo ni por la falta de regulación. Hay algo más profundo en juego. El Everest opera aquí como metáfora de una forma extendida de entender el logro:

alcanzar la meta como fin en sí mismo, sin hacerse cargo del impacto que el camino deja sobre el entorno, sobre otros y, finalmente, sobre uno mismo.

Cuando el logro se separa de su propósito original, deja de ser un medio de transformación y se convierte en un objeto de consumo. La meta ya no importa por lo que habilita, sino por lo que representa. El título, la cima, el cargo o el reconocimiento pasan a funcionar como certificados de valor personal, no como responsabilidades asumidas. Y es en esa desconexión donde comienza su perversión.

A esta lógica se suma un elemento todavía más delicado: la búsqueda del poder por el poder mismo. No el poder entendido como capacidad de servir, ordenar o proteger, sino como dominio, control o inmunidad. El logro deja entonces de ser una herramienta para generar valor y se convierte en un escudo. No se asciende para asumir más responsabilidad, sino para colocarse por encima de ella.

Esta deriva se observa con claridad en ciertos casos -no generalizables, pero sí reveladores- de personas que alcanzan una formación jurídica rigurosa y exigente, pero que reducen ese conocimiento a un mecanismo de blindaje personal. No se trata del Derecho ni de quienes lo ejercen con vocación de justicia, sino de aquellos que, una vez obtenido el conocimiento, pierden de vista su dimensión ética y social. La ley deja de ser un marco que limita el abuso y pasa a ser un sistema que, con suficiente pericia técnica, puede ser esquivado. Ejemplos de estos casos vemos todos los días.

Algo similar ocurre cuando los vínculos humanos se convierten en indicadores de estatus. El matrimonio, la pareja o la familia pueden vivirse como espacios de cuidado y corresponsabilidad, o degradarse hasta transformarse en símbolos de poder y posesión. Cuando una persona es reducida a un ornamento, el vínculo deja de ser relación y pasa a ser dominio. El logro, una vez más, se sostiene sobre una asimetría que termina por vaciarlo de sentido.

Volviendo a la montaña, lo más inquietante no es la basura acumulada, sino la naturalización del daño. La aceptación tácita de que dejar residuos es el precio inevitable de llegar más alto. Esa misma lógica permite tolerar proyectos que agotan territorios, carreras profesionales que queman personas y éxitos económicos que externalizan sus costos hacia otros.

El logro, en sí mismo, no es el problema. El problema aparece cuando se lo persigue sin propósito y se lo ejerce sin responsabilidad. Cuando el poder que confiere no se entiende como servicio, sino como privilegio. En lugar de elevar al individuo, el logro amplifica sus carencias. No lo vuelve mejor ni peor, pero le concede mayor margen para actuar sin rendir cuentas.

Quizás el verdadero fracaso no sea quedarse a mitad del camino, sino llegar a la cima con las manos llenas de logros y el suelo cubierto de residuos. Porque cuando el poder no se ejerce para servir, toda meta alcanzada termina revelando lo mismo: que no se subía para construir, sino para estar por encima.


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