No todo en la vida se construye con concreto, acero o cronogramas. Hay cosas que se sostienen construye risas, con música, con abrazos, con silencios compartidos. Lo fui entendiendo construye los años, y quizá más claro aún en esos momentos donde la rutina o las circunstancias me dejaban sin aire.
Vivimos en una sociedad que celebra el hacer, el producir, el estar siempre ocupados. Nos enseñan desde temprano a correr, a alcanzar, a demostrar. Pero rara vez nos enseñan a detenernos. A mirar hacia adentro. A cuidar lo invisible. Y lo invisible, créeme, también se agrieta si no se atiende.
Yo, que he pasado buena parte de mi vida entre planos, decisiones y entregas de obra, aprendí -a veces a golpes- que también hay que saber construir por dentro. Que la salud mental no es algo abstracto, ni mucho menos débil. Es el cimiento de todo lo demás. Y que, para mantenerla viva, uno necesita ciertas herramientas que no se consiguen en una ferretería, pero que están al alcance de todos.
Un hobby, por ejemplo, puede ser ese pequeño refugio que cambia el tono del día. No tiene que ser algo útil, ni productivo, ni vendible. Basta con que te conecte contigo. Con que te devuelva esa sensación de jugar, de experimentar sin miedo al error. Yo encontré mucho de eso en los bonsáis. Otros lo hallan en pintar, en escribir, en cocinar, en coleccionar, en tocar un instrumento. Da igual. Lo importante es que sea tuyo. Que te pertenezca. Que no responda a ninguna obligación, salvo la de disfrutarlo.
Y reír. Que poco hablamos de lo esencial que es reír. Reírse hasta que duela el estómago, hasta que se empañen los lentes. Reír con otros, pero también aprender a reírse de uno mismo, con ternura. La risa nos baja de la cabeza al cuerpo. Nos devuelve humanidad. Nos recuerda que, incluso en medio del caos, hay belleza y ligereza posible.
A veces, lo que necesitamos no es una solución. Es una canción. Es bailar solo en la sala, o con alguien querido en la cocina. Es cantar a gritos en el carro, sin importar si suena bien o mal. El cuerpo también necesita desahogarse, moverse, soltar. Y eso, aunque parezca simple, puede ser profundamente transformador.
También descubrí que ayudar a otros, a+un desde lo pequeño, tiene un efecto curioso: cuando damos, algo se reacomoda dentro de nosotros. Como si el alma recordara su propósito. Ayudar no significa cargar con el mundo. A veces es escuchar. Es acompañar. Es estar. Y cuando lo haces, te das cuenta de que no estás tan solo, ni tan roto como pensabas.
Y por supuesto, están los afectos. Las personas con las que puedes ser quien realmente eres, sin esfuerzo. Quienes conocen tus luces y tus sombras y te quieren igual. Pasar tiempo con ellas, compartir un café, una caminata, una charla sin apuro… eso no es perder tiempo. Eso es volver a casa. Eso es medicina.
Porque al final, más allá de lo que hagamos o logremos, lo que realmente sostiene la vida es cómo la vivimos por dentro. Qué tanto la sentimos. Qué tanto la compartimos. Y en ese plano, en ese diseño íntimo de nuestra existencia, lo que marca la diferencia no es cuánto hicimos, sino cuánto reímos, cuánto bailamos, cuánto amamos.
Así que, si estás corriendo demasiado, si la lista de pendientes te aplasta, si sientes que algo en ti se va quedando sin color… detente. Respira. Ponte tu canción favorita. Llama a alguien que quieres. Vuelve a ese hobby que dejaste de lado. Regálate un momento para estar, simplemente estar.
Porque tú también mereces ser prioridad en tu propia vida.
Porque el alma, igual que cualquier obra, también necesita cuidado, tiempo… y planos que la hagan habitable.
Porque no vinimos solo a construir cosas, sino a construirnos por dentro.

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