Cuando la vida te detiene para enseñarte a vivir
Hubo un tiempo en el que la vida me sonreía con fuerza. Estaba viviendo y trabajando en el extranjero, liderando proyectos importantes, viajando, haciendo lo que siempre soñé. Desde afuera, todo parecía estar en su lugar. Desde adentro, también creía que era feliz.
Pero con el paso del tiempo, me fui dando cuenta de que vivía bajo una presión silenciosa. La de rendir siempre, la de no fallar, la de sostener un ritmo que a veces no se sostenía a sí mismo. Me medía por los logros, los resultados, las expectativas cumplidas. Y poco a poco, sin darme cuenta, esa versión de mí fue ocupando todo el espacio.
Y entonces, la vida me detuvo.
Primero, la muerte de mi madre. Un golpe que no se explica con palabras. Su partida fue repentina y dolorosa. Sentí que me arrancaban una parte del corazón. Ese tiempo me regresó al origen, al hogar, a lo esencial. Estar con ella sus últimos días fue un regalo, pero también una despedida devastadora.
Apenas dos meses después, aún con la herida abierta, recibí otro golpe: el diagnóstico de cáncer. Así, sin más. Sin previo aviso. En un abrir y cerrar de ojos, todo cambió.
Los planes. Las prioridades. Las certezas.
Tuve que regresar a México, lejos de casa, a enfrentar un tratamiento largo y complejo. Pero no lo hice solo. Mis amigos de toda la vida -esos que la vida me regaló desde niño y que han estado ahí siempre- así como mi familia -que nunca me ha abandonado- se reunieron, me apoyaron, me sostuvieron. No solo emocionalmente, sino con hechos, con generosidad, con amor. Gracias a ellos, pude regresar y atenderme. Gracias a ellos, hoy puedo escribir estas líneas.
En medio de ese proceso, entendí muchas cosas.
Aprendí a vivir con menos. Con lo justo. Y descubrí que menos puede ser más: más paz, más tiempo, más conexión, más verdad.
Dejé de correr detrás del reconocimiento y empecé a caminar hacia adentro.
Hoy escribo desde otro lugar. Desde un espacio más sereno, más honesto, más humano. Estoy haciendo lo que me gusta, sin la presión del qué dirán, sin expectativas ajenas, sin culpas. Porque entendí que la felicidad no es llegar más alto, sino llegar más liviano.
Empecé a valorar otras cosas: un café con calma, una charla honesta, un paseo sin prisa, un rato a solas para escribir. Volví a hacerme preguntas que había dejado de lado. Y volví a conectarme con lo que realmente me hacía bien: dar.
Dar tiempo. Dar atención. Dar consejos. Dar lo aprendido, lo vivido, lo sentido. Porque cuando uno da desde el alma, encuentra el verdadero sentido de la vida.
Hoy, vivo más sencillo, pero también más profundo. Más agradecido. Más pleno.
Y todo eso me trajo de vuelta la felicidad.
Ya no es una felicidad ruidosa, desbordada, hecha de premios y reconocimientos. Es una felicidad silenciosa, pausada, que habita en lo cotidiano. En estar. En sentir. En servir.
Y si algo puedo decir hoy con certeza es que no fue fácil. Pero valió la pena. porque en medio del dolor, la pérdida, el miedo y el cansancio, encontré lo más valioso: la oportunidad de volver a ser feliz.

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