Recuerdo una reunión de seguimiento en un proyecto hace un par de años. Era la tercera semana consecutiva que nos sentábamos a revisar los mismos puntos. La minuta anterior se leyó como si fuera una rutina, sin provocar acción alguna. Los responsables de los temas críticos no estaban presentes, y los que asistimos, lo hicimos sin saber realmente qué se esperaba de nosotros. Al salir, uno de los asistentes me dijo en tono de broma: “Es una penitencia venir a estas juntas”. Y así, con una sonrisa incómoda, volvimos cada quien a su tarea, sin haber resuelto nada.
Este tipo de reuniones son más comunes de lo que deberían. No solo se pierde tiempo: se pierde confianza, energía y, sobre todo, dirección. Y muchas veces, el problema no está en la gente ni en los temas, sino en cómo nos estamos reuniendo.
Reuniones sin propósito
Uno de los errores más repetidos que he visto -y he cometido como líder- es asumir que basta agendar una reunión para que las cosas se resuelvan. Pero una reunión sin propósito claro es solo un encuentro social disfrazado. Necesitamos preguntarnos antes: ¿para qué nos estamos reuniendo?, ¿quién debe estar?, ¿qué información necesitamos traer?, ¿cuál es la decisión que queremos tomar?
En muchos equipos, todos asisten a todas las reuniones “por si acaso”. Porque no se ha definido con claridad quién tiene el rol, el conocimiento, el poder de decisión para resolver cada tema. La falta de definición de responsabilidades genera una participación difusa y pasiva, donde todos están presentes pero nadie actúa.
Minutas que se repiten sin generar acción
He visto como en cada junta se genera una minuta, generalmente elaborada por el personal de control documental. Se toma nota durante la reunión, se transcribe, se envía para revisión y se lee en la siguiente reunión… sin que nada cambie. Las tareas no están asignadas, los responsables no se sienten aludidos, los plazos no están claros. La minuta se convierte en una lista de temas flotando en el aire, más que en un plan de acción.
Además, se comparte toda la información con todos, sin diferenciar qué le corresponde a cada quien. Esto se hace muchas veces “para que después no digan que no sabían”, pero en lugar de generar claridad, genera apatía. Nadie lee todo. Nadie asume nada.
Una vez tuve un jefe que nos juntaba a todos los del equipo para repasar la minuta antes de la junta. Leíamos todos los puntos para, según él, estar claros; luego la volvíamos a leer en la junta; ¡y, al finalizar la junta, nos quedábamos para revisar los acuerdos tomados y ajustar la minuta! Gastábamos más de dos horas en la minuta, y no resolvíamos nada.
Agendas que no existen ( o que no se usan)
Otro error común es no enviar una agenda previa. O enviarla demasiado tarde. La agenda no es solo una lista de temas: es una herramienta para alinear expectativas, preparar información y convocar a las personas adecuadas. Sin agenda, la reunión empieza mal y termina peor. Las conversaciones se dispersan, no hay foco, y los temas realmente importantes se tratan al final, cuando ya todos están cansados o desconectados.
Una agenda bien estructurada no es un simple documento: es una declaración de intención. Es la forma de decirle al equipo: “Esto es importante, esto es urgente, y esto necesitamos resolverlo juntos”. Pero lamentablemente, en muchos proyectos se descuida esta herramienta, se envía a última hora o simplemente se improvisa al comenzar la reunión.
La actitud lo cambia todo
Pero quizás el punto más invisible -y más determinante- es la actitud con la que nos sentamos a la mesa. He sido testigo de cómo personas que se conocen hace años llegan a cada reunión como si fueran extraños. Cada conversación parece una negociación tensa, más que un intento colaborativo por resolver. La energía con la que nos presentamos es defensiva, como si estuviéramos esperando que el otro se equivoque para tener la razón. Esa cultura del “yo no fui” o del “ese no es mi tema” bloquea la posibilidad de avanzar.
Viví más de una vez esa sensación, en la que llegaba a las juntas con los representantes del cliente, y desde que íbamos subiendo el ascensor, sentíamos que la reunión sería un infierno. Llevábamos muchas consultas, situaciones que requerían solución por su parte y simplemente, con arrogancia, nos atacaban, como si fuéramos enemigos.
El trabajo en equipo consiste en aportar cada uno de los conocimientos, capacidades y competencias, de acuerdo a sus responsabilidades, para que el proyecto salga adelante. Para eso nos contratan. No es para empezar una lucha de egos, a ver quien se equivoca y echárselo en cara.
La transformación de las reuniones no pasa solo por herramientas o formatos. Empieza por la cultura, por cómo entendemos el propósito de reunirnos. No es para cumplir. No es para criticar. Es para resolver. Es para avanzar juntos.
Reunirnos con propósito, actuar con sentido
No necesitamos más reuniones. Necesitamos mejores reuniones.
Las reuniones no deberían ser castigos en la agenda, ni momentos que drenemos con resignación. Bien diseñadas y bien lideradas, pueden convertirse en espacios estratégicos que impulsan los proyectos, fortalecen equipos y destraban decisiones.
Pero eso solo ocurre cuando hay intención. Cuando cada reunión tiene un para qué claro, una estructura útil y un equipo que llega con la actitud adecuada para construir. No se trata solo de cambiar herramientas y usar la última tecnología, sino de cambiar la forma en la que nos relacionamos como profesionales.
En los próximos artículos profundizaré en herramientas concretas:
- cómo redactar una minuta clara y útil,
- cómo estructurar una agenda efectiva,
- cómo preparar una reunión de decisión,
- cómo definir roles y responsabilidades con claridad.
- y cómo fomentar una cultura de confianza y colaboración.
Porque más allá de las técnicas, lo que verdaderamente transforma un proyecto es la forma en que nos encontramos, nos escuchamos y avanzamos juntos.

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